Abel Sánchez o la vida en tinieblas espirituales

¡Aquí, en esta casa, se vive como en tinieblas espirituales!

Abel Sánchez



Como mala cristiana y reiterada pecadora que soy, sufriendo intensamente por uno de los siete pecados capitales, me dispuse al ejercicio catártico de la lectura de Abel Sánchez, obra para mí capital para adentrarse en el complejo mundo de la ENVIDIA. Sí, con mayúsculas. Porque la terrible pasión que consume a su protagonista no es moco de pavo. 

«Ningún destino es tan ingrato como el de las personas condenadas a vivir eternamente en septiembre», decía Almudena Grandes.

Malvivió Joaquín Monegro siempre en el eterno septiembre de los seres humanos corroídos por el veneno de la envidia, seres que no viven sino esperando que su suerte cambie y su vida sea como la del envidiado. Una eterna transición, una espera sin fin, porque el desdichado envidioso nunca estará satisfecho: la vida del otro siempre es mejor que la suya, por muchos éxitos que este pueda cosechar.

El desdichado personaje de Unamuno vive atormentado hasta tal punto que distorsiona todo lo que ocurre a su alrededor, como la opinión que los demás tienen de él o los motivos que los llevan a actuar. Llegará a pensar de su amigo Abel y su prima: «Ellos se casaron por rebajarme, por humillarme, por denigrarme; ellos se casaron para burlarse de mí; ellos se casaron contra mí».

Es casi aterradora la manía persecutoria que sufre el protagonista. Esta es una de las cosas que me ha fascinado siempre de los clásicos: aunque hayan pasado 105 años desde su publicación, los temas que encontramos en esta obra no pueden ser más actuales y de interés. Claro está que el tema principal es universal, pero la manera de plasmarlo es, sencillamente, una genialidad. 

Y, ¿no está tan en auge, dentro del mundo de la psicología, el amor propio para una relación sana con los demás? Joaquín se aborrece tanto a sí mismo que no es capaz de creer que otros puedan tenerle aprecio:

«Nunca me lo dijo, nunca me lo dio a entender, pero ¿podía no inspirarle yo repugnancia, sobre todo cuando descubrí la lepra de mi alma, la gangrena de mis odio? Se casó conmigo como se habría casado con un leproso, no me cabe duda de ello, por divina piedad, por espíritu de abnegación y de sacrificio cristianos, para salvar mi alma y así salvar la suya, por heroísmo de santidad».

¿No nos hemos preguntado alguna vez todos (o casi todos, que sé que existen agraciados con sana autoestima) cómo x persona puede tenernos aprecio siendo como somos? ¿No nos hemos preguntado si están a nuestro lado por simple pena o caridad?

Joaquín/Caín llega incluso a desear la muerte de su amigo. No puede descansar, atormentado por los éxitos del otro. Siempre le ronda la mente la venganza, ideas maléficas con las que por fin hacer que su amigo de la infancia sufra tanto como él. Pero Abel vive como en un plano diferente. Hombre de éxito, siempre tiene buenas palabras para su amigo. No sufre del mismo mal que Joaquín —aunque sí de otros—, vive por y para su éxito como artista. 

Lo pasé mal en su momento con esta lectura y lo he vuelto a pasar regular esta vez. Los aparentemente hiperbólicos exaltados sentimientos del protagonista me han hecho sonrojar algunas veces. Otras simplemente he sentido lástima. No es una obra fácil, como no es fácil ponernos delante de lo que nos avernguenza. 

El efecto catártico ha sido un éxito, finalmente. Un libro de autoayuda no lo hubiera hecho mejor. Por eso vuelvo de forma recurrente a los clásicos. Tienen un nosequé que difícilmente hallo en la literatura actual, un poder curativo que aún no he encontrado en ningún otro lugar. La de horas de psicólogos que me han ahorrado no tiene precio. Seguiremos volviendo, pues.


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